Cuando yo era niño, cenábamos en el pueblo en casa de mis abuelos, aquellas casas que estaban siempre abiertas tanto en invierno como en verano, solo la puerta distinguía la estación. El caso es que mis abuelos tenían un negocio de riegos agrícolas y era usual que la gente viniera a todas horas a su casa para pedir cita y turnos para regar sus arboles o cosechas. En aquella casa había una alta frecuentación como si se tratara de un ambulatorio, era bastante normal que entraran hasta el comedor, solo anunciando su visita con un «Ave Maria», desde el umbral y penetraran hasta el final sin importarles que estuviéramos cenando, comiendo o en la intimidad de la casa. Dicho de otra forma, entonces no había intimidad, o al menos era bastante diferente a lo que entendemos como tal hoy en día. La intimidad solo existía en la alcoba y no completamente.